Comenzaremos reproduciendo el significado que la Enciclopedia Sopena le otorga al vocablo paciencia, motivo central de nuestro estudio. Allí se lee: “Paciencia, virtud consistente en sufrir resignadamente los males y adversidades. Virtud opuesta a la ira. Tranquilidad y sosiego en la espera de las cosas. Tardanza y lentitud en la ejecución de las cosas que debían hacerse pronto., etc.”

De estos contenidos se desprenden dos aspectos que frecuentemente se reflejan en el lenguaje común y que podrían traducirse en “espera pasiva” de algo que se desea lograr, o tolerancia frente a los agravios o destratos a que podemos ser sometidos.

Las expresiones corrientes: “tengo que tener una paciencia con mis hijos! “ o “ ¡qué voy a hacer, tengo que esperar! “, ejemplifican nuestra comprensión sobre el uso corriente del vocablo en cuestión.

Pero he aquí que la Logosofía viene a dar luz sobre este tema, afirmando que la paciencia es una virtud, si se ejerce conscientemente y la tolerancia es otra, dirigida a otros objetivos.

La primera, podríamos decir que es “la ciencia de la espera”; la segunda apunta a la comprensión y serenidad que debemos ejercer frente a actitudes agraviantes o conductas de nuestros semejantes que no pudiéramos comprender.

Vamos a ocuparnos de la primera. Si recorremos las páginas de la historia vemos que el hombre primitivo se vio obligado por la necesidad de supervivencia a alimentarse de frutos o plantas que, como todos los vegetales, tienen diferentes ciclos de crecimiento y producción, por lo que los hombres, mediante su precaria observación de aquellos tiempos, tuvieron que aprender a esperar que éstos se produjeran en las distintas épocas del año. Es decir, que debían aprender a esperar. Pero entretanto, gobernados por el instinto, de mucha importancia en aquellos tiempos, trataron de dirigir sus expectativas hacia los animales del agua o de la tierra para satisfacer sus necesidades alimentarias.

La caza y la pesca fueron sus actividades complementarias. Y en estas primarias actividades también tuvieron que aprender a esperar, afinando los tiempos. Si para cualquiera de ambas actividades se adelantaban, perdían la posibilidad de conseguir su presa. Seguramente aprendieron esto de la observación sobre el comportamiento de los propios animales. Quien haya visto a un tigre seguir sigilosamente a un ciervo, o a un simple gato agazapado, esperar sin moverse, hasta saltar en el momento preciso sobre su presa, puede imaginar escenas similares con animales más primitivos, y al hombre de aquellos tiempos transformado en cazador.

La misma observación que llevó al hombre a comprobar la existencia de ciclos en la naturaleza para beneficiarse de sus frutos, lo llevó más tarde a observar la regularidad de las lluvias o las nieves para planear sus actividades según ellas.

Cuando su inteligencia se desarrolló un poco más, quiso conocer los misterios de la naturaleza toda, de acuerdo siempre a lo que podía abarcar. Y surgieron los primeros investigadores. Y no digo científicos porque éstos hubieran necesitado ya una base importante de conocimientos y una paciencia que aún no poseían, sin los cuales era imposible elaborar ninguna disciplina científica que pudiera dar pie a nuevos avances de las generaciones futuras.

Avanzando el tiempo, con la adquisición de nuevos conocimientos, munidos de una paciencia admirable, algunos lograron grandes descubrimientos para la humanidad y son recordados siglos después por sus conquistas.

Muchos de esos pioneros pasaron sus vidas dedicados a encontrar respuestas a interrogantes que el mismo desarrollo de la vida les iba planteando: la gestación, el nacimiento, las enfermedades, el dolor, la incógnita de la misma muerte.

Otros pasaron detrás de un telescopio, precario aún, tratando de descubrir qué se escondía alrededor de nuestro planeta. Y seguramente algunos abandonaron sus propósitos, cansados de esperar sin saber qué encontrarían y cuando…

Otros, con gran afán humanista, se dedicaron a investigar cómo mejorar la salud de su semejantes y muchos de ellos, pasaron días y años delante de un microscopios, sin saber, a veces, con qué se iban encontrar o si lograría algo…

Este abordaje al tema fue hecho con el propósito de proporcionar antecedentes al concepto de paciencia que presenta la Logosofía. Esta ciencia surge del gran pensador argentino Carlos B. González Pecotche, que en 1930 presenta al mundo una nueva concepción del hombre y del universo, e instituye un proceso de evolución consciente como camino seguro para el conocimiento y perfeccionamiento del hombre como entidad psico-espiritual.

Los que decidimos libremente iniciar este proceso, bajo las directivas del método que le es consubstancial sabemos, desde el inicio, que en ese proceso no hay nada milagroso; todas las conquistas son fruto del estudio, de la experimentación viva de sus enseñanzas y de la paciencia inteligente que enseña a desarrollar.

Si para cualquiera de las conquistas materiales el hombre necesitó de grandes cuotas de paciencia, ¿cómo podemos pensar que ella no sería tan necesaria para modelar y perfeccionar nuestra vida psico-espiritual?

Logosofía comienza por darnos un concepto más preciso de la paciencia, que para ser tal, debe ser conscientemente ejercida. En primer lugar debe saberse si lo que se quiere alcanzar es realizable, lícito y provechoso, es decir: que tienda a mejorar nuestra vida, que no viole ningún principio moral y que no esté fuera de nuestras reales posibilidades.

Deberemos por tanto evaluar, lo más sensatamente posible, nuestras aptitudes y recursos para alcanzarlo, entre los cuales es invalorable la paciencia. Y como la paciencia, para ser conscientemente ejercida, debe ser activa, ella incentiva la perseverancia en los esfuerzos por alcanzar lo anhelado. En caso de agotar todos los recursos por la vía elegida, podremos ensayar entretanto otros y analizar si algo no fue acertado en ellos y puede ser aún remediado. Nunca esperar, como hacen muchos, que “les caigan del cielo las cosas”.

La paciencia, ejercida conscientemente, se constituye en la posibilidad de adquirir pequeños y grandes conocimientos, entre ellos uno muy importante para la vida, como es el sentido de precisión en el cálculo del tiempo.

La paciencia también se convierte en un arte cuando puesta al servicio del método logosófico va permitiendo al que se rige por él, corregir las partes perfectibles de su naturaleza psico-espiritual posibilitando que afloren ciertos aspectos de belleza moral, no para lucimiento personal sino para ser mejor realmente y poder ayudar generosamente a sus semejantes. Es ésta, una de las principales finalidades de la Logosofía.

Pero ser mejor, cultivar virtudes, debilitar defectos caracterológicos, debe estar apoyado por el sentir, es decir, que se necesita “querer hacerlo”. Se necesita estudio, experimentar lo que se estudia y paciencia activa para ir logrando los resultados. Pero los primeros pasos en este camino suelen ser tan estimulantes que, lejos de debilitar nuestro propósito, lo incentivan permanentemente porque, a poco de andar, uno siente que al tiempo que va adquiriendo una nueva concepción de la vida y de sí mismo, puede ir también tomando las riendas de su propio destino.

Para finalizar diremos que la paciencia conscientemente ejercida, se convierte ella misma en un gran conocimiento, una valiosa virtud, un arte que permite al artista ser su propia obra, y definitivamente, un gran poder moral que proporciona una inestimable confianza en sí mismo.

Comenzaremos reproduciendo el significado que la Enciclopedia Sopena le otorga
al vocablo paciencia, motivo central de nuestro estudio. Allí se lee: “Paciencia, virtud
consistente en sufrir resignadamente los males y adversidades. Virtud opuesta a la ira.
Tranquilidad y sosiego en la espera de las cosas. Tardanza y lentitud en la ejecución de las
cosas que debían hacerse pronto., etc.”

De estos contenidos se desprenden dos aspectos que frecuentemente se reflejan en
el lenguaje común y que podrían traducirse en “espera pasiva” de algo que se desea lograr,
o tolerancia frente a los agravios o destratos a que podemos ser sometidos.

Las expresiones corrientes: “tengo que tener una paciencia con mis hijos! “ o “ ¡qué
voy a hacer, tengo que esperar! “, ejemplifican nuestra comprensión sobre el uso corriente
del vocablo en cuestión.

Pero he aquí que la Logosofía viene a dar luz sobre este tema, afirmando que la
paciencia es una virtud, si se ejerce conscientemente y la tolerancia es otra, dirigida a otros
objetivos.

La primera, podríamos decir que es “la ciencia de la espera”; la segunda apunta a la
comprensión y serenidad que debemos ejercer frente a actitudes agraviantes o conductas de
nuestros semejantes que no pudiéramos comprender.

Vamos a ocuparnos de la primera. Si recorremos las páginas de la historia vemos
que el hombre primitivo se vio obligado por la necesidad de supervivencia a alimentarse
de frutos o plantas que, como todos los vegetales, tienen diferentes ciclos de crecimiento y
producción, por lo que los hombres, mediante su precaria observación de aquellos tiempos,
tuvieron que aprender a esperar que éstos se produjeran en las distintas épocas del año. Es
decir, que debían aprender a esperar. Pero entretanto, gobernados por el instinto, de mucha
importancia en aquellos tiempos, trataron de dirigir sus expectativas hacia los animales del
agua o de la tierra para satisfacer sus necesidades alimentarias.

La caza y la pesca fueron sus actividades complementarias. Y en estas primarias
actividades también tuvieron que aprender a esperar, afinando los tiempos. Si para
cualquiera de ambas actividades se adelantaban, perdían la posibilidad de conseguir su
presa. Seguramente aprendieron esto de la observación sobre el comportamiento de los
propios animales. Quien haya visto a un tigre seguir sigilosamente a un ciervo, o a un simple
gato agazapado, esperar sin moverse, hasta saltar en el momento preciso sobre su presa,
puede imaginar escenas similares con animales más primitivos, y al hombre de aquellos
tiempos transformado en cazador.

La misma observación que llevó al hombre a comprobar la existencia de ciclos en la
naturaleza para beneficiarse de sus frutos, lo llevó más tarde a observar la regularidad de las
lluvias o las nieves para planear sus actividades según ellas.

Cuando su inteligencia se desarrolló un poco más, quiso conocer los misterios de
la naturaleza toda, de acuerdo siempre a lo que podía abarcar. Y surgieron los primeros
investigadores. Y no digo científicos porque éstos hubieran necesitado ya una base
importante de conocimientos y una paciencia que aún no poseían, sin los cuales era
imposible elaborar ninguna disciplina científica que pudiera dar pie a nuevos avances de las
generaciones futuras.

Avanzando el tiempo, con la adquisición de nuevos conocimientos, munidos de una
paciencia admirable, algunos lograron grandes descubrimientos para la humanidad y son
recordados siglos después por sus conquistas.

Muchos de esos pioneros pasaron sus vidas dedicados a encontrar respuestas
a interrogantes que el mismo desarrollo de la vida les iba planteando: la gestación, el
nacimiento, las enfermedades, el dolor, la incógnita de la misma muerte.

Otros pasaron detrás de un telescopio, precario aún, tratando de descubrir qué
se escondía alrededor de nuestro planeta. Y seguramente algunos abandonaron sus
propósitos, cansados de esperar sin saber qué encontrarían y cuando…..

Otros, con gran afán humanista, se dedicaron a investigar cómo mejorar la salud
de su semejantes y muchos de ellos, pasaron días y años delante de un microscopios, sin
saber, a veces, con qué se iban encontrar o si lograría algo…

Este abordaje al tema fue hecho con el propósito de proporcionar antecedentes al
concepto de paciencia que presenta la Logosofía. Esta ciencia surge del gran pensador
argentino Carlos B. González Pecotche, que en 1930 presenta al mundo una nueva
concepción del hombre y del universo, e instituye un proceso de evolución consciente como
camino seguro para el conocimiento y perfeccionamiento del hombre como entidad psico-
espiritual.

Los que decidimos libremente iniciar este proceso, bajo las directivas del método que
le es consubstancial sabemos, desde el inicio, que en ese proceso no hay nada milagroso;
todas las conquistas son fruto del estudio, de la experimentación viva de sus enseñanzas y
de la paciencia inteligente que enseña a desarrollar.

Si para cualquiera de las conquistas materiales el hombre necesitó de grandes
cuotas de paciencia, ¿cómo podemos pensar que ella no sería tan necesaria para modelar y
perfeccionar nuestra vida psico-espiritual?

Logosofía comienza por darnos un concepto más preciso de la paciencia, que para
ser tal, debe ser conscientemente ejercida. En primer lugar debe saberse si lo que se quiere
alcanzar es realizable, lícito y provechoso, es decir: que tienda a mejorar nuestra vida, que
no viole ningún principio moral y que no esté fuera de nuestras reales posibilidades.

Deberemos por tanto evaluar, lo más sensatamente posible, nuestras aptitudes y
recursos para alcanzarlo, entre los cuales es invalorable la paciencia. Y como la paciencia,
para ser conscientemente ejercida, debe ser activa, ella incentiva la perseverancia en los
esfuerzos por alcanzar lo anhelado. En caso de agotar todos los recursos por la vía elegida,
podremos ensayar entretanto otros y analizar si algo no fue acertado en ellos y puede ser

aún remediado. Nunca esperar, como hacen muchos, que “les caigan del cielo las cosas”.

La paciencia, ejercida conscientemente, se constituye en la posibilidad de adquirir
pequeños y grandes conocimientos, entre ellos uno muy importante para la vida, como es el
sentido de precisión en el cálculo del tiempo.

La paciencia también se convierte en un arte cuando puesta al servicio del método
logosófico va permitiendo al que se rige por él, corregir las partes perfectibles de su
naturaleza psico-espiritual posibilitando que afloren ciertos aspectos de belleza moral, no
para lucimiento personal sino para ser mejor realmente y poder ayudar generosamente a sus
semejantes. Es ésta, una de las principales finalidades de la Logosofía.

Pero ser mejor, cultivar virtudes, debilitar defectos caracterológicos, debe estar
apoyado por el sentir, es decir, que se necesita “querer hacerlo”. Se necesita estudio,
experimentar lo que se estudia y paciencia activa para ir logrando los resultados. Pero los
primeros pasos en este camino suelen ser tan estimulantes que, lejos de debilitar nuestro
propósito, lo incentivan permanentemente porque, a poco de andar, uno siente que al
tiempo que va adquiriendo una nueva concepción de la vida y de sí mismo, puede ir también
tomando las riendas de su propio destino.

Para finalizar diremos que la paciencia conscientemente ejercida, se convierte
ella misma en un gran conocimiento, una valiosa virtud, un arte que permite al artista ser
su propia obra, y definitivamente, un gran poder moral que proporciona una inestimable
confianza en sí mismo.