Siempre me gustó mucho dormir y desde que tengo memoria siempre costó que me levantara de la cama por la mañana o a cualquier hora del día.

Uno de los recuerdos de mi niñez y adolescencia que más tiene presente mi familia y yo, es la cantidad de veces que me tenían que llamar en la mañana para que me despertara para ir a la escuela. Era una lucha casi titánica, tanto para la persona que me tenía que despertar como para mí que no podía despegarme de la almohada.

Por supuesto que este “gusto” mío siempre fue un problema por las consecuencias negativas que traía consigo. En una época llegaba tarde a la escuela, en otra al liceo, y más adelante a la facultad. Eso sumado a la vergüenza que sentía con esa situación que era señalada por docentes y compañeros de clase.

Sin embargo, muchas veces me encontré “pensando” al irme a dormir: “ojalá pudiera dormir para siempre” o “esta es la mejor parte del día”, y aunque luchaba contra esos pensamientos y sabía que eran negativos, me costaba mucho vencerlos.
Afortunadamente, cuando ya iba cursando mi tercer año de educación terciaria tuve la oportunidad de vivir una experiencia que cambió mi forma de ver la situación.

Todos los viernes de mañana muy temprano tenía una clase que me gustaba mucho pero que no disfrutaba porque tenía que madrugar para poder asistir. Dicha clase era dictada muy cerca de mi casa, y lograba igual asistir realizando una pequeña caminata matutina.

En esas muchas idas y vueltas a la clase, realicé una observación que me resultó sumamente útil. Me percaté de que había muchas personas durmiendo en la calle, esas personas que dormían cuando yo iba camino a clase lo seguían haciendo cuando pasaba a la vuelta, sin embargo, yo ya había cumplido con mi principal obligación del día, la que, en el correr de los años, me ayudaría a terminar la carrera que estaba estudiando.

Comencé a observar lo mismo cuando salía a trabajar por la mañana y volvía por la tarde, las mismas personas durmiendo, cuando iba y cuando volvía, habiendo pasado ocho horas en el medio.

Traté de encontrar explicaciones a esa situación que al principio me resultó ajena, y entre varias que me surgieron, con una de ellas me sentí muy identificada. ¿No sería posible que muchas de esas personas hubieran consentido su gusto por el sueño, la pereza y la falta de voluntad a tal extremo que les provocó caer en la situación triste en que se encontraban ahora?

Pensé, si yo me quedara durmiendo todas las mañanas, si faltara a clase para complacer esa “necesidad” y ese pensamiento creciera con el correr de los años, ¿Qué sería de mí? ¿Lograría terminar mis estudios? ¿Podría conseguir un trabajo? En caso de que lo hiciera ¿lograría mantenerlo si siempre llego tarde? ¿Llegaría en algún momento de mi vida a mantenerme e independizarme económicamente? Y así, proyectada la observación de los semejantes hacia la propia realidad como aconseja el conocimiento logosófico, logré comprender algo más de esas personas que antes me resultaban tan incomprensibles, y también comprender algo más de mi misma.

El solo hecho de proyectarme hacia el futuro y verme de esa manera hizo que todos los pensamientos de falta de voluntad que rondaban mi mente en ese momento se esfumaran, que la pereza diera paso a la energía y a su vez me permitiera crear un mecanismo de defensa pronto para utilizar siempre que esos pensamientos quisieran volver.