Sin ninguna connotación de índole moralista, se observa muy frecuentemente en internet y locales públicos, que las personas exponen con total ausencia de pudor sus intimidades, considerando esa actitud como algo común de nuestra rutina diaria; un acto cotidiano que todos lo hacen sin ninguna preocupación.

Las escenas eróticas, violentas y llenas de horror se entrelazan con los programas destinados al público infantil en los canales televisivos, con total desconsideración -en nuestro análisis- hacia la inocencia de los niños: de ese ser humano en formación, olvidándose los responsables de tales hechos, que la influencia de esas imágenes en la mente de un menor se metabolizan perniciosamente.
Dos puntos importantes e interconectados merecen profundas reflexiones: por un lado, la preservación de la intimidad de cada uno de nosotros, valor conquistado por la humanidad a lo largo del tiempo y que hoy más que nunca se está perdiendo en perjuicio de la felicidad del ser humano; por otro lado, la preservación de la mente infantil, fértil por excelencia, que debe ser cuidada y protegida por los adultos responsables como un tesoro, ya que las imágenes quedan allí plasmadas de modo indeleble, comprometiendo para el bien o para el mal, el carácter en formación del futuro adulto.
Al hacer pública la intimidad, las personas están viviendo y situándose fuera de si mismas, quedando de este modo,  vulnerables al medio externo que los rodea, perdiendo todo control y todo dominio de lo que le pertenece y le es propio, resultando de eso un profundo vacío y tristeza luego inexplicables.
Poco se ha hablado sobre el pudor, valor moral que el ser humano trae consigo en modo natural, y que en la convivencia hipócrita de nuestros días es perdido poco a poco, irremediablemente, en nombre de una falsa modernidad y de modismos que podrían ser “normales” para el momento, tal vez, pero no son naturales para la vida.
¿No serán esas algunas de las causas de la infelicidad del hombre que no sabe preservar su propia intimidad y rompe de forma violenta y criminal la inocencia de la infancia, forzando al niño a tomar contacto con escenas fuera de su realidad infantil?
Quien no preserva su intimidad, no puede decir que ésta le pertenece a si mismo.
¿No estaría cometiendo un atentado al respeto de su propia vida, aquel que vuelve público lo que pertenece exclusivamente a su privacidad, desde el momento que otorga a otros el derecho de defraudarla? ¿No ofendería la dignidad humana tal actitud?
Y ese derecho a la intimidad está consagrado en la Norma Constitucional de 1988 de la República Federativa de Brasil, al afirmar textualmente: “Son inviolables la intimidad, la vida privada, la honra y la imagen de las personas, asegurando el derecho a la indemnización por el daño material o moral proveniente de su violación”.
Nuestra intimidad representaría de un  modo analógico, nuestra casa mental interna a la que, a semejanza de nuestra morada, dejaremos entrar  y participar de ella a aquellas personas seleccionadas por nosotros mismos. Algunas de esas personas las atenderemos en nuestra sala, otras tendrán el derecho de estar en nuestro living y otras aún, dado el grado de amistad y de afecto, las recibiremos en la cocina. Definitivamente nuestra casa, nuestro hogar, no es un recinto público en donde entran y salen las personas indiscriminadamente. Algo semejante, según la imagen analógica, debería suceder con nuestro recinto interno, representado por nuestra intimidad, reducto inviolable.
Hay personas, entretanto, que viven fuera de su casa y solamente  recurren a ella para dormir. Viven mas tiempo fuera de si mismas y de ese modo infelizmente, no son dueñas de su propia vida.
Se vive exteriorizando lo interno, viendo y poniéndole atención exclusivamente a valores físicos y perecederos. Aprendamos a mirar hacia nuestro interior y veremos otra clase de valores que enriquecerán nuestra vida moral, tan olvidada en esta sociedad consumista y distante del cultivo de los reales tesoros que la naturaleza nos puede brindar y que se encuentran  en nuestro propio interior.