Me aproximé cierta vez a un grupo de niñas que jugaban “a las casitas”. Cuando percibieron mi presencia se retrajeron. Silencio total, en una complicidad total. Me acerco a una de ellas y oso preguntar:

–    ¿Qué comidita es esa que estás haciendo? –
–    ¿No te das cuenta que esto es tierra? – me respondió.

Su respuesta hizo que reactivara una conclusión conocida por mí: cuando la imaginación infantil surge espontánea, sin la inculcación de la fantasía adulta, el niño tiene plena noción que está fingiendo. Con la misma facilidad con que proyecta, él reconoce las imágenes. Y son imágenes tiernas, propias de la naturaleza infantil; imágenes que no producen temor. Con el tiempo esa imaginación natural cede al influjo de la madurez, da lugar a la realidad y desaparece.

Pero no siempre las cosas fluyen así. Con la mejor de las intenciones, muchos padres llenan la infancia de sus hijos con excesos de fantasía adulta. Y el mundo imaginativo se transforma en mundo quimérico. Dentro de él, el niño y la niña ya no saben lo que es real y lo que es ficticio. Pierden el control de su mundo. Son libros, revistas, películas y hasta los juguetes los que están completamente fuera de la realidad.

Pero hay padres que replican: “¿Y qué hay con ello? ¡Cuando yo era niño me encantaban! Nunca me hicieron ningún daño…”

¿Será que no? ¿Cómo sería hoy su vida mental, sensible e instintiva, y también su vida moral y espiritual, si su niñez no hubiese sido tan saturada de quimeras? ¿En qué medida el exceso imaginativo perjudicó o no la reflexión, la observación, la voluntad, la concentración, la disciplina mental, el sentido de la realidad, el amor a la vida tal como ella es?…

No saben decirlo.

Para el niño que creció entre las quimeras es a veces más difícil la transición a la vida adulta. Se puede sentir inadaptado, no ve belleza ni interés en la realidad que se le avecina. Algunos se entregan a la melancolía, huyen hacia los sueños, van a hacer poesías con sus desilusiones. Otros hay que se ven indefensos frente a temores absurdos, a la propensión al engaño, a los males de la depresión, del abandono, del embate de los vicios y de tantas otras enfermedades mundanas que les quieren succionar la vitalidad y las reservas morales. Y aún sin considerar esas situaciones, otro tanto posiblemente sufra una disminución de la potencia de su inteligencia en relación a lo que pudieron ser…

“Es común confiar en la imaginación en demasía y después, atribuir sus consecuencias a otros factores, nunca a la propia imaginación”, advierte la Logosofía, que estudia en profundidad este asunto.