Recientemente, llegó a mis manos un ejemplar del diario El País del día domingo 3 de agosto del año 2003, en el que se publicó un artículo titulado: Infidelidad masculina es por culpa del ADN, referido a un estudio científico realizado por un grupo de psicólogos evolucionistas de la Universidad de Bredley en Preoria (Illinois, USA).

Este estudio, basado en el análisis de las costumbres sexuales y conductas amorosas de 16.288 voluntarios procedentes de 50 países, atribuyó la infidelidad de los hombres a características del ADN por la necesidad de perpetuar la especie, lo que lleva,  según la investigación, a traicionar a sus parejas.

Además llegaron a los siguientes promedios y conclusiones:
En el término de diez años, los hombres quieren tener al menos seis parejas sexuales, en tanto a las mujeres les bastan sólo dos. El deseo de ser infiel aumenta –pero sólo en los hombres- porque es necesario contribuir a la conservación de la especie. Así hacían los hombres de las cavernas, y así siguen haciendo los muy 0evolucionados hombres del 2003, concluye el documento.

Ante esta información, he sentido la necesidad de realizar algunas reflexiones que permitan elevar la mira ante un hecho tan trascendente como es el relacionamiento entre el hombre y la mujer. Soy consciente del deterioro que ha sufrido este relacionamiento, pero debemos ser muy cuidadosos cuando buscamos las verdaderas causas de los comportamientos humanos.

En lo biológico, son variadas e importantes las semejanzas del ser humano con muchas de las especies del reino animal y en particular con la mayoría de los mamíferos. Un parecido que existe entre el hombre y el reino animal, radica en que ambos poseen un sistema instintivo, pero aquí comenzaré a marcar diferencias.

En sus diversas manifestaciones, los animales dependen exclusivamente de su instinto para conservarse con vida, para alimentarse y para perpetuar la especie. Pero los seres humanos, además de disponer de un cuerpo físico y de un sistema instintivo, poseemos un sistema mental, un sistema sensible, una conciencia y un espíritu. Estos cuatro componentes psico-espirituales, son de tanta importancia y trascendencia para nuestra especie, que comparto totalmente la propuesta del pensador argentino Carlos B. González Pecotche, quién instituyó el cuarto reino o reino hominal, sin que ello implique un demérito para los animales, como tampoco lo es la diferenciación entre los reinos vegetal y animal, que está universalmente aceptada.

Por lo tanto, si los seres humanos hemos dado cualitativamente un salto evolutivo tan grande, no podemos quedarnos con la explicación que brindaron los técnicos que elaboraron ese informe con respecto a la infidelidad humana, que suena más a justificación que a una explicación científica.

Me consta que no se consideran ejemplares raros del reino hominal, quienes llevan veinte, treinta o más años de casados habiéndose mantenido absolutamente fieles y sin que ello haya representado algo pesado o difícil de mantener, porque por el contrario, permanentemente se han esforzado por buscar la dignificación ante los ojos del ser querido, concepto que también pertenece al Sr. González Pecotche.

Y no se consideran ejemplares raros, porque son muchísimos los seres que adhieren a esta forma de encarar la más difícil, delicada y sublime de las sociedades humanas, que es la sociedad conyugal.

Volviendo al sistema instintivo que poseemos los seres humanos, si contamos con el aporte de los sistemas mental y sensible ya referidos y con la asistencia de la conciencia y del espíritu, podemos y debemos jerarquizar nuestro comportamiento, dejando atrás esas conductas propias de los animales, que pudieron prevalecer en las primeras etapas evolutivas del hombre, pero que no corresponden a seres que llegaron a la luna, que incursionan en el sistema solar, que descifraron el genoma humano, que crearon aparatos más veloces que el sonido y equipos capaces de procesar millones de datos por segundo, por mencionar sólo algunos de los avances científicos alcanzados hasta ahora.

Con respecto a la conducta de infidelidad, si bien intervienen manifestaciones instintivas, también es el resultado de la participación de algunas deficiencias psicológicas tales como la propensión a lo fácil, la irresponsabilidad, el egoísmo, la curiosidad, la falta de voluntad, la soberbia y las propensiones a la frivolidad y al deleite de los sentidos, entre otras. Pero ya sabemos que estas deficiencias del ser humano pertenecen al ámbito mental y que por lo tanto son factibles de ser corregidas y superadas.

Está demostrado científicamente, que todas esas deficiencias mentales son el verdadero obstáculo para el normal funcionamiento de la sensibilidad y por lo tanto para la libre manifestación de los sentimientos, que representan la más pura y excelsa creación del ser humano.

Los integrantes del reino hominal, por disponer de una conciencia, pueden realizar cambios voluntarios en sus conductas y estos cambios, si son realizados con conocimientos y en forma consciente, permiten lograr una superación más rápida y además, evitar el sufrimiento que origina la ignorancia.

Volviendo al artículo, al comenzar la lectura de su último párrafo, me sentí reconfortado al saber que algunos psicólogos discrepaban con este informe, pero rápidamente desapareció esta grata sensación, porque su discrepancia se refería únicamente al dato de la proporción de hombres y mujeres infieles, alegando que las mujeres entrevistadas muy probablemente no admitieron sus verdaderos deseos, ocultándolos por pudor.

Finalizo entonces afirmando, por experiencia propia, que sin bien no es fácil, es posible realizar el proceso de evolución consciente que propone el Sr. González Pecotche al dar a conocer la Ciencia Logosófica de su creación, que entre otros logros, nos permita la jerarquización de las importantes funciones que cumple nuestro sistema instintivo, si disponemos de los conocimientos adecuados sobre el funcionamiento de esos cuatro componentes psico-espirituales referidos y si nos esforzamos por aplicar esos conocimientos en nuestra propia vida, desechando ese cómodo y simplista fatalismo de atribuir ciertas conductas a nuestros genes.

La fidelidad no debe ser impuesta por temor ni como una obligación que viene de afuera. Tampoco debe ser desechada por considerarla una limitación a nuestra libertad, sino que debe ser conquistada internamente como una virtud, basándola en el vínculo sensible con el otro ser y en el respeto que le debemos y que nos debemos a nosotros mismos.