Entra las tantas conversaciones que se sucedieron en los entretiempos del Encuentro Internacional de Jóvenes de Montevideo (noviembre de 2005), pudimos ser partícipes de algunas, donde la naturaleza femenina y masculina intercambiaron sobre sus apreciaciones respecto a la otra. He aquí un extracto de las reflexiones que éstas promovieron.

Es parte de la naturaleza femenina procurar agradar siempre. Por ello busca arreglarse, vestirse y actuar de modo que todo, aun sus gestos y sus palabras atraigan, llamen la atención y agraden. Esto es muy distinto al comportamiento que se observa cuando la intención que guía estos preparativos, es seducir.

Si bien es cierto que hay una clara diferencia entre una y otra actitud, cierto es también que ellas están separadas a veces por una delgada y sutil línea que se confunde con facilidad. Hay también que señalar, por ser una observación recurrente, que la generalidad de las psicologías masculinas, la toman en ocasiones como del segundo tipo. Esto gesta, en ese caso, respuestas no siempre esperadas por quien las provocó muchas veces involuntariamente.

Es esa fuerza natural que, muy poco educada aún, por carecer de una orientación clara y edificante de cómo puede ponerse al servicio de sentimientos más elevados, actúa todavía en forma impulsiva, y al margen del control de la razón y de la sensibilidad. Distinto es cuando, a poco de comenzar el cultivo consciente de las excelencias del propio pensar y sentir, comienzan los jóvenes a mostrar otro cuidado y discreción en el trato con los integrantes del otro sexo, procurando la joven no desatender la mesura en el afán de resultar agradable, y el joven en no excederse en la respuesta a la incitación de su naturaleza masculina; las damas midiendo con más cuidado el efecto real que pueden producir y los caballeros ubicándose mejor en su posición como tales.

Esto, lejos de restar oportunidad para que se produzcan los naturales acercamientos que la sensibilidad pueda inducir, al influjo de la ley de afinidad, justamente pone a la sensibilidad a resguardo de las intemperancias de las pasiones, que muchas veces malogran los sentimientos que pudieron nacer y florecer, al amparo de un trato respetuoso y más sobrio, para nada excluyente de la frescura y vitalidad de las energías juveniles, evitando innecesarios malos entendidos, que luego cuesta tanto encauzar para continuar con una convivencia armónica.

Y es en obediencia a esa misma ley de afinidad, que no ha de lamentar ni el joven ni la joven, que otros más audaces y menos aprensivos conquisten la atención y hasta acaparen la preferencia de quien pudiera haber estado como posible candidato de su simpatía, pues obra en esto también una ley de selección que permite, cuando se le da el justo tiempo, ir propiciando, ya sea una amistad sincera o incluso un amor compartido, a aquel que se llega sin apresuramientos, ni celos, ni egoísmos.

Saber escuchar esa sutil voz interior y poder evaluar con sensatez las condiciones, pensamientos y sentimientos de la persona por la que se siente afinidad, permite no equivocar el juicio, como ocurre con frecuencia, cuando es la pasión la que interfiere con la sensibilidad y la conciencia, buscando en la inmediatez, la resolución de las demandas siempre desmesuradas de la naturaleza instintiva.

Y si las circunstancias hicieran que los sentimientos prodigados mutuamente en el desarrollo de una relación sentimental se vieran interrumpidos por abandonar una de las partes su cultivo, siempre cabrá al otro, la posibilidad de retener la esencia de ese amor, transformándolo en afecto y protegiéndolo de las reacciones innobles del carácter. De esa manera irá permitiendo que la sensibilidad reabsorba lo más puro y excelso de ese trato que mutuamente se prodigaron, para que permanezcan intactas las zonas más delicadas de la sensibilidad humana, posibilitando que en un futuro, éstas resurjan tiernas y frescas al nuevo llamado del amor humano, como la primera vez que fueron despertadas.