Primera parte: Sus consejos a los jóvenes

El libro “Ariel” de Rodó publicado en el año 1900, es un vibrante llamado de atención a la juventud sobre la eterna lucha entre las dos naturalezas del ser humano; la material y la espiritual, la primera con sus limitaciones y peligros y la segunda -representada por el personaje Ariel de Shakespeare- en su función jerarquizadora. Pero Rodó no propone exclusiones sino equilibrio en las manifestaciones de ambas, porque ninguna debe anular a la otra. Se trata pues de una aparente oposición, lo mismo que sucede con las expresiones mentales y sensibles, porque en el equilibrio está el secreto del éxito.

Hemos ido descubriendo a lo largo de la obra las fuerzas que mueven al ser humano y a la sociedad que él integra, negativas o positivas, internas o externas, utilizadas consciente o inconscientemente, esas fuerzas que constituyen sus debilidades y sus fortalezas.
Al releer este libro descubrimos los elementos que brinda al ser humano, para el perfeccionamiento de la democracia y para encarar la integración americana.

Podemos decir que esta propuesta de Rodó tiene mucho de quimérica, de utópica. Esto puede suceder con los grandes ideales porque plantean metas de muy largo alcance, que muchos seres no podrán alcanzar -por los más variados motivos- pero que deben ser planteadas con la claridad y la fuerza con que él lo hace, logrando que se transformen en verdaderos faros y brújulas para su generación y las siguientes.

El mensaje de Rodó está dedicado a los que encaran su vida en forma consciente y activa, procurando su constante superación sin olvidar a sus semejantes…

Los cuatro primeros capítulos del “Ariel” están dedicados al ser humano en general y a la juventud en particular, apuntando fundamentalmente a todo lo directamente relacionado con el propio ser racional, su vida interior, la voluntad, la confianza en sí mismo, el entusiasmo, la duda, el dolor, la esperanza, las virtudes y muy especialmente a la actitud interna ante lo estético. Todo ello rodeado de valores esenciales como son los de libertad y de moral.

Después de establecer esta base de valores y de conductas en lo individual, pasa a referirse al marco conceptual en el que debe desarrollarse una democracia, comenzando por Hispanoamérica y luego analizando el modelo norteamericano.
En el capítulo final Rodó apunta al futuro y a la integración americana.

Si admirable es el contenido de cada uno de los párrafos del “Ariel”, tanto o más lo es el ordenamiento de los mismos, logrando una secuencia de elevado carácter docente. Quedaría incompleta la labor, si el cultivo individual de valores no fuera puesto al servicio de la sociedad y del perfeccionamiento del sistema democrático y si no se proyectara desinteresadamente al futuro. La invitación de Rodó implica conocer el pasado, disfrutar el presente y preparar adecuadamente el porvenir.

Pero este mensaje no está dirigido solamente a los considerados jóvenes por su edad física, sino a todos los jóvenes de espíritu, independientemente de su edad. Está destinado a despertar a los que aún están adormecidos por la indiferencia o el egoísmo. Está dedicado a los que encaran su vida en forma consciente y activa, procurando su constante superación sin olvidar a sus semejantes.
En el “Ariel”, su autor desgrana, analiza y evalúa un conjunto de conceptos y teje con ellos una malla que sea capaz de defender al individuo y a la democracia, aconsejando al lector a desechar aquello que lo debilita y a poder afianzar aquello que lo fortalece.

Rodó hace muchas citas a lo largo de esta obra, que no son una vanidosa demostración de sus conocimientos, sino que son una notable selección que lo enaltece tanto como a quienes escribieron esos pensamientos y denota su ética literaria al vincularlas a sus respectivos autores. El contenido de esa rigurosa selección comprende conceptos que él comparte y que avalan, complementan o refuerzan su propia posición.

Expresa Rodó que hay un “cierto grupo de pensadores de las últimas generaciones. . . que han intentado sellar la reconciliación definitiva de las conquistas del siglo con la renovación de muchas viejas devociones humanas”. Resulta notorio aquí, tanto la afinidad que él siente con esa posición, como el esfuerzo que realiza por brindar su aporte en tan trascendente empresa.

El verdadero humanismo es el que asigna máxima prioridad al mejoramiento del ser, para luego ocuparse de atender lo que él hace. Ésta es precisamente la forma en que Rodó encara esta obra.

“… el fin de la criatura humana no puede ser exclusivamente saber, ni sentir, ni imaginar, sino ser real y enteramente humana” – Renán

A lo largo de la misma, el autor va definiendo cuáles deben ser los objetivos del ser humano, quedando en evidencia ese perfil humanista. Comentaremos algunos de ellos.

Citando a dos de sus autores favoritos, Rodó se remite primero a Guyau al mencionar que por encima de todas las profesiones existe una de carácter universal que es la de hombre y luego a Renán recordando “que el fin de la criatura humana no puede ser exclusivamente saber, ni sentir, ni imaginar, sino ser real y enteramente humana”, buscando ese ideal de perfección.

En determinado momento Próspero le dice a sus alumnos: “el principio fundamental de vuestro desenvolvimiento, vuestro lema en la vida, debe ser mantener la integridad de vuestra condición humana. Ninguna función particular debe prevalecer jamás sobre esa finalidad suprema”, evitando “toda mutilación de vuestra naturaleza moral”. También los invita a esforzarse por educar el espíritu del régimen democrático y lograr las condiciones que permitan la igualdad en el punto de partida y que luego logren aventajarse los más aptos y mejores.

Otro de los fines esenciales de la vida racional es “el que se satisface con la contemplación sentida de lo hermoso” y nuevamente recordando a Guyau, nos dice Rodó que el doble objeto de la cultura moral es combinar la virtud con lo bello. Agrega también que “Sería un motivo superior de moralidad el que autorizaría a proponer la cultura de los sentimientos estéticos, como un alto interés de todos.”

Dice luego, que será siempre función y obra de la juventud: “Provocar la renovación de los ideales humanos.” No falta tampoco la advertencia del peligro de tener un solo objetivo, porque ello provocaría un efecto muy negativo como es la  “deformidad y el empequeñecimiento” del alma.
“Os hablo ahora figurándome que sois los destinados a guiar a los demás en los combates por la causa del espíritu.” Lo que requeriría, lógicamente, que cada uno de ellos se esforzara previamente por conseguir que fuera su espíritu quien presidiera los actos de su propia vida.

“Gran civilización, gran pueblo -en la acepción que tiene valor para la historia- son aquellos que, al desaparecer materialmente en el tiempo, dejan vibrante para siempre la melodía surgida de su espíritu y hacen persistir en la posteridad su legado imperecedero”.

En el caso particular de los americanos, se agrega el objetivo de la integración y si no resultara posible constituirse en los fundadores de ella, resultará igualmente importante poderse contar entre sus precursores.
En esta pequeña muestra seleccionada del libro “Ariel”, queda en evidencia la variedad y la jerarquía de los objetivos que plantea el autor, tanto en lo individual como en lo colectivo, que los fuimos descubriendo al volverlo a leer después de muchos años.
Comentaremos ahora la forma en que se refiere este querido autor, a todo lo relacionado con la acción y con ese mundo interior de que disponemos en forma exclusiva los seres humanos, concepto nada común a inicios del siglo XX.

Toda la obra es una invitación a la acción y en ella radica una de las principales fortalezas de todos los seres en general y de la generación de los jóvenes en particular, quienes –según Rodó- marchan vibrantes, con la frente alta, desdeñando el desengaño, al encuentro del futuro “con la impaciencia de la acción”. Nos dice también que la acción debe conducir a los seres no sólo a la consagración a una determinada actividad, sino también a realizar todo lo vinculado con su condición espiritual.

Agrega luego que quien esté atento, receptivo y asuma una actitud positiva, tendrá la posibilidad de encontrar un punto de partida para la acción tanto en sus alegrías como en ciertos pensamientos de amargura. Podemos observar en este concepto, que pueden tener tanto valor las experiencias positivas como las negativas, dependiendo de nuestra actitud interna ante ellas y de si logramos descubrir esas frecuentes “sugestiones fecundas”.

Dentro del mismo párrafo, se completa la idea refiriéndose al dolor, ese gran protector de la vida, que “llega a ser la mayor y más preciosa de todas las prerrogativas humanas, al impedir que pierda fuerza la sensibilidad por el ocio, convirtiéndose en el vigilante estímulo de la acción.”
Recordando expresiones de Taine le dice Próspero a los alumnos cuando está por terminar su clase, que es precisamente en la acción donde radica la clave: “No es la posesión de bienes, sino su adquisición, lo que da a los hombres el placer y el sentimiento de su fuerza.”
Para finalizar este tema, recordamos que Próspero aconseja a sus alumnos que sean espectadores atentos donde no puedan ser actores.
Pasamos ahora a la expresión “vida interior” que utiliza Rodó para referirse a la actividad existente en el reino interior, mundo interior o mundo interno, como él lo denomina.

En rigor, el concepto en sí de vida interior no podríamos considerarlo ni una fortaleza ni una debilidad del ser; no obstante, podemos decir que a una mayor y más trascendente vida interior le corresponde una mayor fortaleza.

“…la más fácil y frecuente de las mutilaciones es, en el carácter actual de las sociedades humanas, la que obliga al alma a privarse de vida interior donde tienen su ambiente propio todas las cosas delicadas y nobles”
José E. Rodó

¿Peligros? Muchos y muy variados. Uno de ellos: “la más fácil y frecuente de las mutilaciones es, en el carácter actual de las sociedades humanas, la que obliga al alma a privarse de vida interior donde tienen su ambiente propio todas las cosas delicadas y nobles”.

La cita por excelencia sobre este tema es la referida al cuento de un rey patriarcal, muy hospitalario, pero que tenía una sala en su castillo a la que sólo accedía él, creando la analogía perfecta con ese reino interior individual, porque una de sus principales características es la privacidad, cual “impenetrable estancia”. En ese ámbito todo sugiere ensimismamiento, idealidad, reposo. Allí los invitados “eran convidados impalpables y huéspedes sutiles. En él soñaba, en él se libertaba de la realidad del rey legendario; en él sus miradas se volvían a lo interior y se bruñían en la meditación sus pensamientos”.

Al respecto, coincidimos en que cuando penetramos en ese inviolable mundo interno, los seres nos sentimos más libres y además, podemos empezar a conocernos a nosotros mismos.

Veamos ahora algunos de esos pensamientos y sentimientos que Rodó visualiza moviéndose en ese mundo interno y el valor que le asigna a cada uno para la vida del ser.

La belleza. En el “Ariel” se plantea de diferentes formas una misma tarea: “proponer la cultura de los sentimientos estéticos, como un alto interés de todos”, equiparando su importancia a la que reviste la educación del sentimiento moral. Tal es la importancia que Rodó le asigna a este concepto y de esta forma está reconociendo la fuerza que contiene.

Cuando se habla del sentimiento de lo bello, se le está ubicando donde realmente corresponde o sea dentro de ese maravilloso mecanismo sensible, uno de los componentes superiores del ser, fuente inagotable de fortalezas y “en la que halla su satisfacción uno de los impulsos fundamentales de la existencia racional”. Ello explica las características que tiene la emoción que puede promover la belleza.

La curiosidad. Sabido es que ella puede ser una debilidad o una fortaleza, según sea la intención del investigador y el objeto de la misma. Rodó recuerda que fue en Grecia donde nació el siguiente aporte a la humanidad: “la curiosidad de la investigación”, como uno de “esos estímulos de Dios que son aún nuestra inspiración y nuestro orgullo”. He aquí la curiosidad transformada en fortaleza, si luego se pone el resultado de la investigación al servicio de la humanidad.

La indiferencia. Tratándose de una debilidad humana, predominan sobre este tema las advertencias y la enumeración de sus posibles causas, como forma de ayuda en su prevención.

Una de las recomendaciones principales con respecto a ella, es precisamente no ampararse en pretextos para ser indiferentes “delante de ninguna noble y fecunda manifestación de la naturaleza humana”.

En algunos casos puede ser la nefasta consecuencia de la especialización y ello conduce al ser al empequeñecimiento mental “por el comercio continuo de un solo género de ideas” y “el efecto moral es inspirar una desastrosa indiferencia por el aspecto general de los intereses de la humanidad.” En tales circunstancias Rodó afirma que “la dignidad  del ser racional, no consiente la indiferencia de ninguno de nosotros.”
En otros casos el utilitarismo y la regresión vulgarizadora que puede acompañarlo, son la causa de que una absoluta indiferencia llegue a ser el carácter normal.

La duda. Al igual  que  la  curiosidad, la duda puede  fortalecernos o debilitarnos, según sea el motivo y nuestra actitud interna ante ella. En esta obra, son muchas las citas que refieren a la confianza de su autor en que finalmente serán vencidas la decepción así como el desaliento y el dolor originados por la duda, especialmente cuando detrás de ella está la sinceridad del pensamiento, porque entonces no son estados permanentes ni significan desconfianza de la eterna virtualidad de la vida.

El cumplimiento. Para Rodó, el cumplimiento del deber se verá sensiblemente favorecido cuando se comprenda, por haber podido experimentar sus beneficios, que el deber puede y debe ser hermoso.
Complementa esta ubicación ante el sentido del deber, planteando un elevado ideal: “La enseñanza que se proponga fijar en los espíritus la idea del deber como la más seria realidad, debe tender a hacerla concebir al mismo tiempo como la más alta poesía.”

…a pesar de la importancia del sentido de lo ideal, se considera fundamental su equilibrio con el sentido de lo real…

Ideales. He aquí otra fuerza interior propia de los seres racionales en general y de la juventud en particular. Este concepto está contenido a lo largo de todo “Ariel”.
Quienes ignoran la existencia de “todo género de meditación desinteresada, de contemplación ideal, de tregua íntima”, debe considerarse que integran “la más triste y oprobiosa de todas las condenaciones morales.” Rodó también califica de “espíritus estrechos”  a quienes viven al margen de la idealidad. Agrega luego, que a pesar de la importancia del sentido de lo ideal, se considera fundamental su equilibrio con el sentido de lo real, tal como se logró en Atenas.

Se exterioricen o no, los ideales nacen, crecen y se desarrollan en el mundo interno o reino interior de cada ser.

Segunda Parte – Su profecía

En junio de 1896, a los 25 años, nuestro José Enrique Rodó publica “El que vendrá”, donde describe la situación de decadencia, descreimiento e insatisfacción  predominantes al finalizar el siglo XIX y expresa con toda claridad no sólo su anhelo, sino su certeza de que vendrá quien brinde los elementos necesarios para revertir esa penosa situación, que considera que no es sólo local sino también de carácter universal.

En el año 1900, a los 29 años, publicó “Ariel” -al que nos referimos en la primera parte de este artículo- donde se resume su concepción del ser humano, su relación consigo mismo, con sus semejantes, con la democracia y finalmente con la integración americana. En esta obra, condensa su ideario bajo la forma de consejos a la juventud, como si quisiera detallar todo aquello que “El que vendrá” tendrá que enseñar cómo realizarlo, teniendo en cuenta que él también se siente sin elementos para señalar el camino para su conquista y por ello se limita a enunciar lo que se debe hacer, tal como varios siglos atrás se dijo “conócete a ti mismo”, sin poder indicar cómo hacerlo.

El valioso contenido de toda la obra de Rodó debe ser trabajosamente extraído de extensos y muy densos párrafos, que desaniman al lector común quien debe recurrir con frecuencia a la ayuda del diccionario. Su obra literaria es como una piedra preciosa, que requiere de mucho trabajo para lograr poner al descubierto su verdadera belleza y valor.
Transcribiremos a continuación algunos párrafos de “El que vendrá”, publicado en la “Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales”. Unos describen con gran precisión ese estado de insatisfacción reinantes y otros, que según nuestra comprensión son casi proféticos, si tenemos en cuenta que el pensador argentino Carlos Bernardo González Pecotche nació el  11 de agosto de1901 y que dio a conocer su Ciencia, la Logosofía, a los 29 años, el 11 de agosto de 1930 o sea varios años después del fallecimiento de Rodó en 1917.

“Entre tanto, en nuestro corazón y nuestro pensamiento hay muchas ansias a las que nadie ha dado forma, muchos estremecimientos cuya vibración no ha llegado aún a ningún labio, muchos dolores para los que el bálsamo nos es desconocido, muchas inquietudes para las que todavía no se ha inventado un nombre… Todas las torturas que se han ensayado sobre el verbo, todos los refinamientos desesperados del espíritu, no han bastado a aplacar la infinita sed de expansión del alma humana. –También en la libación de lo extravagante y de lo raro ha llegado a las heces, y hoy se abrazan sus labios en la ansiedad de algo más grande, más humano, más puro. –Pero lo esperamos en vano. En vano nuestras copas vacías se tienden para recibir el vino nuevo: caen marchitas y estériles, en nuestra heredad, las ramas de las vides, y está enjuto y trozado el suelo del lagar…

“Sólo la esperanza mesiánica, la fe en el que ha de venir, porque tiene por cáliz el alma de todos los tiempos en que recrudecen el dolor y la duda, hace vibrar misteriosamente nuestro espíritu. Y tal así como en las vísperas desesperadas del hallazgo llegaron hasta los tripulantes sin ánimo y sin fe, cerniéndose sobre la soledad infinita del Océano, aromas y rumores, el ambiente espiritual que respiramos está lleno de presagios, y los vislumbres con que se nos anuncia el porvenir están llenos de promesas…
“¡Revelador! ¡Profeta a quien temen los empecinados de las fórmulas caducas y las almas nostálgicas esperan!, ¿Cuándo llegará a nosotros el eco de tu voz dominando el murmullo de los que se esfuerzan por engañar la soledad de sus ansias con el monólogo de su corazón dolorido?…

“¿Sobre qué cuna se reposa tu frente, que irradiará mañana el destello vivificador y luminoso; o sobre qué pensativa cerviz de adolescente bate las alas el pensamiento que ha de levantar el vuelo hasta ocupar la soledad de la cumbre?; o bien, ¿Cuál es la idea entre las que iluminan nuestro horizonte como estrellas temblorosas y pálidas, la que ha de trasfigurarse en el credo que caliente y alumbre como el astro del día, de cuál cerebro entre los hacedores de obras buenas ha de surgir la obra genial?

“De todas las rutas hemos visto volver los peregrinos, asegurándonos que sólo han hallado ante su paso el desierto y la sombra. ¿Cuál será, pues, el rumbo de tu nave? ¿Adónde está la ruta nueva? ¿De qué nos hablarás, revelador, para que nosotros encontremos en tu palabra la vibración que enciende la fe, y la virtud que triunfa de la indiferencia, y el calor que funde el hastío?”
……………

“El vacío de nuestras almas sólo puede ser llenado por un grande amor, por un grande entusiasmo; y este entusiasmo y ese amor sólo pueden serles inspirados por la virtud de una palabra nueva. –Las sombras de la Duda siguen pesando en nuestro espíritu. Pero la Duda no es, en nosotros, ni un abandono y una voluptuosidad del pensamiento, como la del escéptico que encuentra en ella curiosa delectación y blanda almohada; ni una actitud austera, fría, segura, como en los experimentadores; ni siquiera un impulso de desesperación y de soberbia, como en los grandes rebeldes del romanticismo. La duda es en nosotros un ansioso esperar; una nostalgia mezclada de remordimientos, de anhelos, de temores; una vaga inquietud en la que entra por mucha parte el ansia de creer, que es casi una creencia… Esperamos; no sabemos a quién. Nos llaman; no sabemos de qué mansión remota y oscura. También nosotros hemos levantado en nuestro corazón un templo al dios desconocido.

“En medio de su soledad, nuestras almas se sienten dóciles, se sienten dispuestas a ser guiadas; y cuando dejamos pasar sin séquito el maestro que nos ha dirigido su exhortación sin que ella moviese una onda obediente en nuestro espíritu, es para luego preguntarnos en vano con Bourget: “¿Quién ha de pronunciar la palabra de porvenir y de fecundo trabajo que necesitamos para dar comienzo a nuestra obra? ¿Quién nos devolverá la divina virtud de la alegría en el esfuerzo y de la esperanza en la lucha?”

“Pero sólo contesta el eco triste de nuestra voz… Nuestra actitud es como la del viajero abandonado que pone a cada instante el oído en el suelo del desierto por si el rumor de los que han de venir le trae un rayo de esperanza. Nuestro corazón y nuestro pensamiento están llenos de ansiosa incertidumbre… ¡Revelador! ¡Revelador! ¡La hora ha llegado!… El sol que muere ilumina en todas las frentes la misma estéril palidez, descubre en el fondo de todas las pupilas la misma extraña inquietud; el viento de la tarde recoge de todos los labios el balbucir de un mismo anhelo infinito, y esta es la hora en que “la caravana de la decadencia” se detiene, angustiosa y fatigada, en la confusa profundidad del horizonte…”

Y con estos puntos suspensivos José Enrique Rodó finaliza el  artículo titulado “El que vendrá”. La cita referida corresponde a Paul Bourget, (1852–1935) novelista y ensayista francés, habiendo sido notoria la preferencia de Rodó por las diferentes manifestaciones de la cultura de Francia. En su libro “Ariel”, hace referencia a más de treinta franceses con los que comparte alguna de sus posiciones.

Con respecto al contenido de los párrafos transcriptos, podemos observar en ellos un magistral resumen de la situación reinante a fines del siglo XIX y una detallada enumeración de lo que Rodó anhelaba que viniera para revertir una situación tan desalentadora.

Poco más de un siglo después, la inmensa mayoría de la humanidad continúa con las mismas dudas, con similares o peores desorientaciones y muchos siguen esperando a “El que vendrá”. Pero para quienes somos estudiantes de Logosofía, la ciencia humanista creada por el referido pensador argentino Carlos Bernardo Gonzáles Pecotche, no tenemos dudas que él ha sido “El que vino” y nos brindó todos los elementos necesarios para satisfacer todas esas inquietudes referidas por Rodó.

Si bien todos los párrafos transcriptos merecerían un comentario, sólo haremos referencias a algunos de ellos, dejando al lector el análisis del resto del texto. Cuando expresa que sus almas “están dispuestas a ser guiadas”, nos parece importante destacar que González Pecotche fue y será a través de su Obra, un guía y por lo tanto nunca se consideró un intermediario entre el hombre y el Creador,  proponiendo acercarse a Él por el conocimiento y no por la creencia.

Consideramos a su vez de interés agregar que Rodó no tenía religiosidad, por lo tanto no estaba pensando ni en el retorno de Cristo ni en la llegada de “otro enviado de Dios”, habiendo sido muy clara su adhesión a la política de la época que puso en práctica la separación de la iglesia del Estado y sólo cuestionó el retiro de los crucifijos de los Hospitales Públicos, por considerarlos un símbolo de la caridad cristiana, que según él, representaba la noble y sacrificada tarea de las monjas en la atención de los enfermos, si bien  significaba además otras cosas no tan nobles.

La mención a “todas las torturas ensayadas sobre el verbo” refleja una cruda realidad y podemos asegurar que el Verbo Logosófico es de tal integridad, coherencia y ética, que merece ser escrito con mayúscula. Nos brinda certezas y nos devuelve la confianza, al observar que toda esta nueva concepción de la vida estuvo siempre precedida por la exigencia de su autor de no creer en su palabra. Cada uno debe hacer el máximo esfuerzo por capacitarse y así poder verificar sus afirmaciones en la propia vida. O sea la máxima garantía que puede ofrecer una ciencia.

Aquella “esperanza mesiánica” referida por Rodó ha sido satisfecha, porque González Pecotche fue sin duda hijo de Dios, como lo somos todos los seres humanos, pero con un espíritu de una gran evolución lo que lo ubica como uno de “los grandes iniciados” de la humanidad y sin duda hubiera integrado la obra de Schuré que lleva precisamente ese título, si lo hubiera podido conocer.

Cuando se refiere a la alegría y a la lucha, evocamos de inmediato uno de los tantos Axiomas de Raumsol –pseudónimo del Creador de la Logosofía- que dice: “La alegría del triunfo jamás podría ser experimentada si no existiera la lucha que es la que determina la oportunidad de vencer”, que resume la esencia de la actitud que le propone adoptar al ser humano ante la vida y de la cual fue ejemplo.

Podemos afirmar, que alguna de esas “muchas inquietudes para las que todavía –en 1900- no se ha inventado un nombre” son, el proceso de evolución consciente, la redención de sí mismo, el cuarto reino o reino hominal y la herencia de sí mismo, instituidos por esta Ciencia Humanista. Y es la Fundación Logosófica la que tiene por finalidad poner a disposición de los interesados, los elementos necesarios para poder verificar todas estas afirmaciones en su propia vida.

Cuando finalizamos la primera parte de este artículo, publicada en el número anterior de esta revista, adelantamos que también haríamos reflexiones sobre los motivos por los cuales considerábamos que el pensamiento de Rodó se había esfumado a lo largo del tiempo. Expresamos ahora al respecto, que el mismo se fue debilitando por varias razones.

Primero, porque  él mismo aceptó en este artículo referido ahora, que se reconocía incapaz de revertir esa situación de decadencia, ni sabía de quien pudiera hacerlo y por ello cifraba sus esperanzas en “el que vendrá” a satisfacerlas, con la certeza de su inminente aparición.

Por otra parte, carecía de verbo propio y no pudo brindar un método para llevar a la práctica lo necesario para hacer realidad esa magistral concepción que tuvo del ser humano. Esto a su vez le impidió crear una escuela donde poder reunir a quienes afinaban con dicha concepción y eventualmente, a través del intercambio, pudieran avanzar en realizaciones tan trascendentes.

Finalmente, según nuestra comprensión, su gran erudición se vio envuelta en una forma de expresión que dificultó su divulgación al gran público, lo que limitó su área de acción dentro de la sociedad.
Precisamente, es González Pecotche con su Ciencia logosófica, con su Verbo nuevo, con su método y con su lenguaje tan accesible como trascendente, “el que vino” y es a “quién temen los empecinados de las fórmulas caducas y las almas nostálgicas esperan” y quien con su mensaje brinda a quien lo busca, ese entusiasmo y ese amor que “sólo pueden serles inspirados por la virtud de una palabra nueva” según las propias palabras de Rodó ya transcriptas.