Sin que se desconozcan los aportes realizados en las últimas décadas por  investigadores del área pedagógica y el redescubrimiento de otros anteriores que se habían pasado por alto y subestimado, existe a nivel mundial una gran preocupación, un gran problema pedagógico aún no resuelto.

Esa preocupación se manifiesta en la desorientación implícita en los continuos ensayos y cambios de planes, así como en el devenir constante de teorías educativas, las que no satisfacen las expectativas de quienes observan los magros resultados obtenidos.

Aburrimiento, indiferencia, bajo rendimiento y abandono, en todos los niveles, son los síntomas más evidentes; mediocridad y carencias formativas es el resultado. Y la consecuencia final es ineficacia e incapacidad para resolver los grandes problemas sociales, morales y espirituales de la humanidad; paralelamente éstos no se entienden relacionados con los anteriores por muchos, por considerar quizá que la finalidad de la educación debe ser solamente el desarrollo científico, tecnológico, cultural y económico. No porque no se aspire y enuncien otros objetivos como formación en valores, educación para la vida, ética profesional, etc. sino porque no se logra concretarlos en resultados que evidencien una evolución social.

Las fórmulas educativas en su mayoría arrastran antiguas carencias, pues se valen solamente de algunas facultades de la inteligencia, realizando un mínimo cultivo de otras muy valiosas, tales como la facultad de pensar, las de reflexionar, razonar, combinar, concebir, intuir, etc. Y se desconoce además, lisa y llanamente, el papel que el mecanismo sensible cumple en el proceso educativo. (Haga el lector el ejercicio de ver a qué docentes recuerda y por qué).

Memorización, imaginación y atención (y percepción para algunos autores), son preponderantemente las funciones mentales que educadores y métodos pedagógicos incentivan y evalúan, en la mayoría de las aulas del mundo. Se postulan teorías sobre la inteligencia intra e interpersonal, la inteligencia emocional y otras varias, pero sin lograr resultados siquiera satisfactorios.

El cultivo de otras habilidades y condiciones intelectivas, tal como la formación de la capacidad crítica (otro de los anhelos pedagógicos pendientes de cristalización), es casi siempre el resultado del esfuerzo individual o de la propia herencia, sin haberse derivado de ello un método que pueda ser enseñado con eficacia. Y aún en las excepciones señaladas, los resultados quedan siempre restringidos a su aplicación en el campo intelectual o para el sustento material de la vida, sin otras proyecciones.

Si bien se percibe la necesidad de flexibilizar y contextualizar la enseñanza mediante lo que se denomina un currículo abierto, el conocimiento sigue fraccionado y sistematizado en fórmulas rígidas, a veces áridas y siempre carentes de vinculación con la vida de quien lo estudia. La vinculación con lo que se estudia, tanto del docente como del educando, es generalmente de tal indiferencia, que al no propiciar ese vital calor al pensamiento, éste muere congelado, y así quedan también las imágenes que en ese proceso se construyen.

Así, en el afán de alejarse de las formas dogmáticas, subjetivas e impuestas en las primeras edades, queriendo en cambio hacer al conocimiento objetivo y utilitario, se terminó esterilizándolo.

¿Qué es lo que ha faltado en la pedagogía de hogaño y antaño como gran elemento que a filósofos, pedagogos y teóricos de la docencia ha pasado milenariamente desapercibido? Es, justamente, la vinculación con la propia vida interna, con el propio sentir y pensar, con la vida misma que vive y vibra en ansias de manifestación consciente.

Ese es el gran elemento faltante, el aporte que la ciencia logosófica descubre y a la vez enseña a realizar. Es, en cierto sentido, la concreción del milenario enunciado jamás realizado hasta hoy: el conocimiento de sí mismo.

Éste integra, junto con otros grandes objetivos de la ciencia logosófica, las bases para la formación de una nueva cultura y a la vez una pedagogía más humana en todos los niveles formativos del ser humano. Se concreta en el desarrollo y el dominio profundo de las funciones de estudiar, de aprender, de enseñar y de pensar, concomitantemente con la función de realizar, con la que se van plasmando los resultados concretos del ejercicio de las anteriores.

El mundo interno visto más de cerca

Veamos más de cerca cómo ha influido la ausencia de tan fundamental conocimiento de la propia realidad interna. Tanto el docente cuando enseña como el educando cuando aprende, experimentan la vivencia educativa como algo ajeno a sí mismos. Todo lo que se mueve en lo interno les es extraño, por desconocido, así como desconocido y ajeno les resulta el objeto mismo del conocimiento que procuran, pues no atiende, ni estimula, ni responde a la finalidad de la existencia. Y diremos de paso, como prueba de ese desconocimiento, que la sola mención de esa finalidad ya resulta muchas veces extraña, cuando no indiferente o quimérica.

En la acción educativa está ausente ese gran estímulo, la gran motivación que anima la vida misma del ser humano: el conocimiento que da sentido a la vida; el que Logosofía denomina conocimiento causal, que es entre otras cosas el conocimiento de los pensamientos, propios y ajenos, autónomos o dependientes de la voluntad, positivos o contrarios a toda evolución, y su directa relación con todo lo que el ser es y quiere ser.

El docente en el aula, al desconocer su propio mundo mental y los pensamientos que en él habitan, carece de referencias propias en cuanto a sus posibilidades. Desconoce muchas veces cómo crear el ambiente de entusiasmo, de serenidad y de vivo interés que facilite el aprendizaje. Es generalmente el ambiente lo que se impone y preside y no él quien lo gobierna y armoniza como debiera. Es por ello que recurre a lo que él mismo recibió: la transmisión rutinaria de las imágenes estáticas de conocimientos de su especialidad.

A su vez el educando que las recibe, sin sentir ni comprender profundamente la relación de lo que estudia con su propia vida, felicidad y destino, y al tener que resignarse a los variables estados de ánimo que el docente trae, se dispone a una absorción mecánica y pasiva, sin la participación consciente de su inteligencia ni de su sensibilidad, salvo en esos destellos de entusiasmo que ocasionalmente ocurren y que graban con vívida fuerza algunas de ellas en forma aislada, que por ello no tienen mayor significación formativa.

Cuando en el docente y en el estudiante, en cambio, vive y palpita un interés profundo de conocer y relacionar todo lo que estudia e investiga con su propia realidad interna, con sus propios pensamientos y sentimientos en el sentido de una evolución integral de sus calidades psicológicas, morales y espirituales, entonces la conciencia se activa y el interés se enciende. La inteligencia toda, junto a la conciencia, participan así del proceso formativo. Sensibilidad, razón y conciencia comienzan entonces a armonizar y a realizar la estructuración de cada conocimiento con arreglo a una finalidad mayor, con vistas a un plan que el mismo interesado gestiona y revisa.

Es entonces cuando el que estudia, aprende y piensa generosamente, no más egoístamente, sintiendo y sabiendo que para dar es necesario tener y para enseñar es necesario mostrar el ejemplo de las propias realizaciones como el aval más firme, para quienes con igual vocación quieran luego seguir el camino de la noble y altruista vocación de convertirse en un eficaz servidor de la humanidad.

Sin que se desconozcan los aportes realizados en las últimas décadas por investigadores del área pedagógica y el redescubrimiento de otros anteriores que se habían pasado por alto y subestimado, existe a nivel mundial una gran preocupación, un gran problema pedagógico aún no resuelto.

Esa preocupación se manifiesta en la desorientación implícita en los continuos ensayos y cambios de planes, así como en el devenir constante de teorías educativas, las que no satisfacen las expectativas de quienes observan los magros resultados obtenidos.

Aburrimiento, indiferencia, bajo rendimiento y abandono, en todos los niveles, son los síntomas más evidentes; mediocridad y carencias formativas es el resultado. Y la consecuencia final es ineficacia e incapacidad para resolver los grandes problemas sociales, morales y espirituales de la humanidad; paralelamente éstos no se entienden relacionados con los anteriores por muchos, por considerar quizá que la finalidad de la educación debe ser solamente el desarrollo científico, tecnológico, cultural y económico. No porque no se aspire y enuncien otros objetivos como formación en valores, educación para la vida, ética profesional, etc. sino porque no se logra concretarlos en resultados que evidencien una evolución social.

Las fórmulas educativas en su mayoría arrastran antiguas carencias, pues se valen solamente de algunas facultades de la inteligencia, realizando un mínimo cultivo de otras muy valiosas, tales como la facultad de pensar, las de reflexionar, razonar, combinar, concebir, intuir, etc. Y se desconoce además, lisa y llanamente, el papel que el mecanismo sensible cumple en el proceso educativo. (Haga el lector el ejercicio de ver a qué docentes recuerda y por qué).

Memorización, imaginación y atención (y percepción para algunos autores), son preponderantemente las funciones mentales que educadores y métodos pedagógicos incentivan y evalúan, en la mayoría de las aulas del mundo. Se postulan teorías sobre la inteligencia intra e interpersonal, la inteligencia emocional y otras varias, pero sin lograr resultados siquiera satisfactorios.

El cultivo de otras habilidades y condiciones intelectivas, tal como la formación de la capacidad crítica (otro de los anhelos pedagógicos pendientes de cristalización), es casi siempre el resultado del esfuerzo individual o de la propia herencia, sin haberse derivado de ello un método que pueda ser enseñado con eficacia. Y aún en las excepciones señaladas, los resultados quedan siempre restringidos a su aplicación en el campo intelectual o para el sustento material de la vida, sin otras proyecciones.

Si bien se percibe la necesidad de flexibilizar y contextualizar la enseñanza mediante lo que se denomina un currículo abierto, el conocimiento sigue fraccionado y sistematizado en fórmulas rígidas, a veces áridas y siempre carentes de vinculación con la vida de quien lo estudia. La vinculación con lo que se estudia, tanto del docente como del educando, es generalmente de tal indiferencia, que al no propiciar ese vital calor al pensamiento, éste muere congelado, y así quedan también las imágenes que en ese proceso se construyen.

Así, en el afán de alejarse de las formas dogmáticas, subjetivas e impuestas en las primeras edades, queriendo en cambio hacer al conocimiento objetivo y utilitario, se terminó esterilizándolo.

¿Qué es lo que ha faltado en la pedagogía de hogaño y antaño como gran elemento que a filósofos, pedagogos y teóricos de la docencia ha pasado milenariamente desapercibido? Es, justamente, la vinculación con la propia vida interna, con el propio sentir y pensar, con la vida misma que vive y vibra en ansias de manifestación consciente.

Ese es el gran elemento faltante, el aporte que la ciencia logosófica descubre y a la vez enseña a realizar. Es, en cierto sentido, la concreción del milenario enunciado jamás realizado hasta hoy: el conocimiento de sí mismo.

Éste integra, junto con otros grandes objetivos de la ciencia logosófica, las bases para la formación de una nueva cultura y a la vez una pedagogía más humana en todos los niveles formativos del ser humano. Se concreta en el desarrollo y el dominio profundo de las funciones de estudiar, de aprender, de enseñar y de pensar, concomitantemente con la función de realizar, con la que se van plasmando los resultados concretos del ejercicio de las anteriores.

El mundo interno visto más de cerca

Veamos más de cerca cómo ha influido la ausencia de tan fundamental conocimiento de la propia realidad interna. Tanto el docente cuando enseña como el educando cuando aprende, experimentan la vivencia educativa como algo ajeno a sí mismos. Todo lo que se mueve en lo interno les es extraño, por desconocido, así como desconocido y ajeno les resulta el objeto mismo del conocimiento que procuran, pues no atiende, ni estimula, ni responde a la finalidad de la existencia. Y diremos de paso, como prueba de ese desconocimiento, que la sola mención de esa finalidad ya resulta muchas veces extraña, cuando no indiferente o quimérica.

En la acción educativa está ausente ese gran estímulo, la gran motivación que anima la vida misma del ser humano: el conocimiento que da sentido a la vida; el que Logosofía denomina conocimiento causal, que es entre otras cosas el conocimiento de los pensamientos, propios y ajenos, autónomos o dependientes de la voluntad, positivos o contrarios a toda evolución, y su directa relación con todo lo que el ser es y quiere ser.

El docente en el aula, al desconocer su propio mundo mental y los pensamientos que en él habitan, carece de referencias propias en cuanto a sus posibilidades. Desconoce muchas veces cómo crear el ambiente de entusiasmo, de serenidad y de vivo interés que facilite el aprendizaje. Es generalmente el ambiente lo que se impone y preside y no él quien lo gobierna y armoniza como debiera. Es por ello que recurre a lo que él mismo recibió: la transmisión rutinaria de las imágenes estáticas de conocimientos de su especialidad.

A su vez el educando que las recibe, sin sentir ni comprender profundamente la relación de lo que estudia con su propia vida, felicidad y destino, y al tener que resignarse a los variables estados de ánimo que el docente trae, se dispone a una absorción mecánica y pasiva, sin la participación consciente de su inteligencia ni de su sensibilidad, salvo en esos destellos de entusiasmo que ocasionalmente ocurren y que graban con vívida fuerza algunas de ellas en forma aislada, que por ello no tienen mayor significación formativa.

Cuando en el docente y en el estudiante, en cambio, vive y palpita un interés profundo de conocer y relacionar todo lo que estudia e investiga con su propia realidad interna, con sus propios pensamientos y sentimientos en el sentido de una evolución integral de sus calidades psicológicas, morales y espirituales, entonces la conciencia se activa y el interés se enciende. La inteligencia toda, junto a la conciencia, participan así del proceso formativo. Sensibilidad, razón y conciencia comienzan entonces a armonizar y a realizar la estructuración de cada conocimiento con arreglo a una finalidad mayor, con vistas a un plan que el mismo interesado gestiona y revisa.

Es entonces cuando el que estudia, aprende y piensa generosamente, no más egoístamente, sintiendo y sabiendo que para dar es necesario tener y para enseñar es necesario mostrar el ejemplo de las propias realizaciones como el aval más firme, para quienes con igual vocación quieran luego seguir el camino de la noble y altruista vocación de convertirse en un eficaz servidor de la humanidad.