Cada vez es más frecuente la utilización de la vía del reclamo y la exigencia, muchas veces violenta, de más y más grupos sociales y corporaciones, para la obtención de mejoras para su exclusivo beneficio. Esto sin importar el efecto en el resto de la sociedad actual o futura, aunque generalmente se esgriman argumentos en contrario.

Recursos de excepción en otra época, hoy se aplican metódicamente como parte de una competencia de egoísmos en la que prevalece la primitiva ley del más fuerte y el insensible “sálvese quien pueda”.

No se necesita estudiar psicología para identificar el origen de este comportamiento que muchas veces tiene sus inicios en la niñez, cuando en ella se carece de una orientación acertada.

Pero  nos interesa particularmente no el capricho ni el berrinche de la infancia, fácilmente corregible con firme afecto, sino el fomento y la explotación posterior que se realiza de sus resabios, por quienes ven en ello una veta para el logro de sus ambiciones personales, siempre presentadas como formas de solidaridad.

No otra cosa observamos en nuestro país (y también en otros países americanos), al ver en algunos gobernantes y grupos políticos, condescender, propiciar y hasta alentar las actitudes corporativas de gremios, asociaciones y agrupaciones, “reclamando y defendiendo sus derechos”. Siempre, claro está,  que éstos no atenten contra sus propios objetivos.

Dejando de lado para otra ocasión el tema de los deberes concomitantes que todo derecho debe tener como contrapartida, nos preguntamos entonces por los derechos de los demás sectores de la sociedad que no necesariamente comparten esa forma de accionar: ¿Quién los protege?

¿Qué pasa con el ciudadano común, abocado a  su trabajo, al estudio o a atender sus obligaciones y que no integra ninguno de esos grupos de presión?

Tal parece que el sistema democrático está perdiendo su capacidad de amparar a quienes no adhieren a estos mecanismos de presión, donde se tiende a que prevalezca la sinrazón de la fuerza.

Si bien concebimos a la integración de los ciudadanos en asociaciones e instituciones sucesivamente más complejas como parte de la evolución de la organización social, no compartimos la utilización que ultimamente tiende a realizarse de esa fuerza emergente del conjunto.

La labor conjunta constructiva –que no es amalgamar voluntades en masas amorfas- es justamente la coordinación y evolución colectiva de las destrezas y capacidades individuales en pro de objetivos superiores, y no de la conformación de un grupo de presión mayor que imponga a los demás sus intereses particulares, muchas veces mezquinos.

Es sabido, -y sino debería ya saberse-, que el desconformismo y la queja son  deficiencias generalizadas en el ser humano, que de no contrarrestarse con una capacitación adecuada, tienden a aumentar autónomamente y también por la acción planificada de quienes las exacerban para su explotación sistematizada.

Y si aún se unen a éstas el egoísmo y la codicia, características instintivas pertenecientes a la parte más inculta de la psicología humana aún pendiente de superación en muchos casos, tenemos el cuadro completo de las debilidades humanas más explotadas por los halcones de la dialéctica de todas las latitudes.

¿Cómo lograr entonces que el cuerpo social accione menos sujeto a estas deficiencias predominantes en lo individual y el conjunto, y fomentar a la vez una menor vulnerabilidad a la acción de quienes de ellas se aprovechan?

Sin duda que no será  mediante la esterilización de la iniciativa privada o mediante la imposición rígida de normas o regímenes sociales de cualquier tipo, por mejor inspirados que estén, que ya la historia ha mostrado reiteradamente que terminan colapsando por atentar contra la esencia misma del espíritu humano, que es la libertad.

Entendemos que por largo que parezca el camino para revertir el penoso proceso de deterioro social en ciernes, éste deberá pasar por la superación humana individualmente gestionada.

Promovida y estimulada desde los ámbitos educativos oficiales o privados, deberá partir desde la niñez y abarcar todas las edades, ya que en la propia constitución humana existe un enorme potencial evolutivo para ampliar las propias condiciones mentales, morales y espirituales. En esto siempre tendrá el ser humano mucho para aprender, así como también, mucho para brindar.

Diremos que existe ya la enseñanza, el método y una pedagogía que se viene ensayando con sorprendentes resultados, desde hace más de 75 años en instituciones culturales y en centros educativos de enseñanza primaria y secundaria de varias importantes ciudades de América, entre las cuales nuestro país tiene la honra de figurar entre las primeras.

Solo mediante el fomento de esta educación superior y auxiliar de la curricular, que promociona la evolución de la responsabilidad y el sentido del deber en cada ciudadano, concebimos que las instituciones y cuerpos sociales logren operar cada vez con mayor sensatez y equilibrio,

y no ya en la prosecución exclusiva de beneficios sectoriales, sino en la coordinación comprensiva, sucesivamente más amplia y generosa, en pro del beneficio y superación de toda la sociedad humana.

Este proceso, denominado por la ciencia logosófica “Proceso de Evolución Consciente”, se encuentra en desarrollo por primera vez en la faz de nuestro planeta.

Del mayor o menor desenvolvimiento que éste tenga en las sociedades actuales, dependerá cuán pronto reciba la humanidad los beneficios de una nueva generación de conocimientos profundamente humanos y constructivos.