Con motivo de celebrarse los cuatrocientos años de la primera publicación del Quijote, la Real Academia Española, con el apoyo de las otras veintiuna integrantes de la Asociación de Academias, editó una cuidada versión de la edición príncipe ajustando la parte ortográfica a las reglas actuales.

Esta edición nos dio la oportunidad de releer esta obra de Cervantes después de muchos años, y, dado el tiempo transcurrido desde anteriores lecturas, con una nueva perspectiva. Pudimos disfrutar pues, de esa prosa fluida, elegante, sin afectación, que describe puntualmente la sociedad hispánica de fines del siglo XVI en sus distintos estratos sociales. Nos encontramos con los hidalgos, poseedores de cierta fortuna y la cultura corriente de la época; los letrados, curas, estudiantes; gente plebeya que ha hecho fortuna y, en un natural anhelo de ascenso social procura pulirse y encontrar alianzas que le permitan alternar con la nobleza, también representada.

Ampliamente descritos nos aparecen los tipos sociales y psicológicos más frecuentes numéricamente, los integrantes de los bajos estratos: los labriegos rústicos, pastores, gentes de servicio, pillos y rufianes. Notablemente en todos los casos, Cervantes transcribe su forma de hablar, sus modismos, sus expresiones; también imita la verba grandilocuente de las novelas de caballería, usando cada cosa en su lugar, lo que le da a la lectura de la novela una particular agilidad. En este aspecto del lenguaje nos sorprendió la similitud con el habla usual, sobre todo en la empleada en las áreas rurales en referencia a los términos vinculados con esas actividades.

Mucho se ha escrito sobre el Quijote, convirtiéndolo en el símbolo del que lucha por sus ideales, sin importarle los obstáculos, ni las consecuencias que se deriven de ese hecho. Sin poner en entredicho esta imagen, encontramos en esta lectura un aspecto que se nos había pasado inadvertido anteriormente. Cervantes nos presenta a su personaje central como alguien que está totalmente loco. Puede actuar, hablar, discurrir, en aparente sensatez, pero cuando se le toca el tema de la caballería salta su locura y su razón se pierde en un laberinto de insensatez. Coherentemente actúa en consecuencia, y de ello le resultan infinidad de calamidades y descalabros. Pese a la evidencia, persiste en esa conducta, hasta que Cervantes, en un gesto piadoso hacia su personaje, lo lleva hasta hacerle recobrar la razón, ya en su lecho de muerte.

El hecho de una persona que aparenta sensatez en diferentes aspectos de la vida, pero que cuando se le toca determinado punto salta, no diremos una locura, pero sí una dificultad para razonar con equilibrio y cordura, lo podemos observar, lamentablemente, con frecuencia. Así tenemos el caso de los fanáticos que discurren con aparente normalidad hasta que aparece el objeto de su fanatismo y ahí parece cesar totalmente todo razonamiento. Lo vemos por ejemplo en el fanático religioso que con sus locuras se llenan tantas páginas a diario con los hechos más llamativos, porque aparte de ellos, hay multitud de episodios que no pasan de la anécdota que cada uno puede observar; los fanáticos de alguna ideología o partido político, cuyos desbordes también llenan páginas, o los hinchas de un cuadro de fútbol; y tantos otros más. Por supuesto que al lado de tantos fanáticos, hay también muchos que, profesando alguna religión, partido político o preferencia por un cuadro de fútbol, por citar los mismos ejemplos anteriores, saben mantener un sano equilibrio que les permite alternar cordialmente con quienes profesan otras ideas.

Pero volviendo a esta nueva lectura del Quijote, podemos decir que desde este punto de vista, el Ingenioso Hidalgo no es una excepción, aunque a sus muchos otros congéneres no les asista el privilegio de contar con un Cervantes que los retrate y los cure, aunque sea al final de sus días.

En síntesis, diremos que esta lectura ratifica la permanente vigencia de los clásicos y que, de esas brillantes descripciones, un lector interesado puede extraer valiosos elementos de reflexión.